LITERATURA [textos breves]

Las palabras y sus universos

Oriol Espinal

colaboración en revista / 2008


¿Cuántas palabras caben en una palabra?, me he preguntado esta tarde, poco después de haber leído ese relato admirable de Borges titulado La escritura del dios. La pregunta me ha impulsado a escribir algunas reflexiones sobre la polisemia y los universos del lenguaje que no merecen ser reproducidas. Luego, dando una nueva orientación a mi discurso, me he dicho, a modo de consuelo, que si entre mis escasas virtudes no figuraba la capacidad para enunciar con una sola palabra una concentración infinita de hechos, cosas y conceptos, sí podía hablar de ciertas voces que por sí mismas eran capaces de generar en mi mente una mayor profusión de ideas asociadas. ¿Qué o cuánto cabe, por ejemplo, en la palabra nada?, he escrito en mi cuaderno antes de añadir: Por lo pronto, yo diría que además de los anagramas Adán (arcilla transmutada en carne y conciencia por el dios único Yahweh Elohim) o Dana (progenitora de Dagda, el Buen Dios de los celtas), todos los términos relativos al origen que precede a la muerte, así como al escenario donde todos los amaneceres y crepúsculos tienen lugar. Si, por el contrario, pronuncio la palabra rosa, en mi mente se concatenan el paraíso de Dante, el Vesubio en erupción y el sexo abierto de Venus, pero también los nombres de Coleridge, Wagner y Joyce, el de mi abuelo, que pintó la rosa blanca más hermosa de cuantas se han pintado, o el de aquellos otros que son patrimonio del dios que se desgajó de sí mismo y visitó los desiertos donde las rosas de yeso y arena (también las de Jericó) no tienen, contrariamente a las de Burt Norton, “the look of flowers that are looked at”. Pero qué habría sido de la Rosa sin todo lo que entraña la palabra perífrasis, una palabra que no suele estimular mi memoria, pero que siempre que la leo o la escucho me reta a inventar frases que la definan, como, por ejemplo, la que transcribo a continuación: arte que permite al poeta obrar prodigios tales como lograr que la palabra “semilla” acabe transformada en un árbol frondoso donde residen las voces que designan su totalidad y la de las piezas que la configuran. Actualmente, dicho arte, como tantos otros, ha entrado en una decadencia que lo está precipitando a un desenlace no demasiado difícil de adivinar, pues ni los servicios de inteligencia de los imperios, que se han decantado por los algoritmos, se valen de él para generar complejos lenguajes en clave, ni los cronistas de este siglo, y mucho menos los poetas, se aventuran a escribir, como hiciera el viquingo Egill Skallagrímsson, “el rocío de la espada” para referirse a la sangre. De todos modos, siempre habrá quien apueste por el exceso. Sé de un escritorzuelo (actualmente anda empeñado en hallar un hueco en la trama de alguno de mis relatos inacabados) a quien le agrada incurrir, ignoro si con el propósito de encender la hilaridad de sus lectores, en pirotecnias verbales del tipo “El fruto maduro que veinte estíos atrás se desprendiera de la sombra del alma que huye, se holgó de que la lengua del más hermoso de aquellos a quienes ella había cegado con su fulgor artemísico, metamorfoseara el aire en pétalos de invisible terciopelo, y que al posarse éstos sobre el portal de su nívea caracola, anegaran con castos cosquilleos los recovecos de su mullida y excitable caverna”. Todo ello para decirnos que la hija de la difunta se había sentido confortada al escuchar las palabras de consuelo de su prometido».