Prólogo para Motivo y variación sobre el fortuito encuentro con Thomas Bernhard, de Fernado Prats
Sí, le digo sin mirarle el rostro, un rostro que nunca he visto y a cuyo dueño le digo que sí, a pesar de que la inexorable y cercana extinción de otro rostro que sí conozco (algo menos el alma que oculta) me empuja a decir que no, a recriminarme que cuando uno se encuentra atrapado en ciertas honduras emocionales, no es recomendable refugiarse en las alturas de la palabra, y que para hablar de lo que no se puede hablar, mejor callarse, como, por otra parte, dejó escrito el famoso hermano de un no menos famoso pianista manco. Pero como, a juicio de Aristóteles, la amistad no puede ser considerada como tal si uno no se comporta con el amigo como consigo mismo, hablaré, todavía no sé de qué, tal vez de fríos, de sótanos liberadores, tal vez de Thomas Bernhard, acaso de un tal Fernando Prats, ese amigo artista y animador cultural cuyo rostro nunca he visto, o tal vez sí y yo no sepa que alguno de los rostros que he mirado a través del visor de mi cámara/máscara está asociado a la referencia onomástica con la que el susodicho firma sus heterogéneos pasos de baile: ayer una fotografía sostenida por una hermética peana textual, mañana un poemario antipoético de lo cotidiano, hoy el texto de un cuadro teatral estrenado en Buenos Aires, como el que me acaba de mandar por correo junto a una invitación a prologarlo, un texto acerca del cual no puedo continuar hablando sin antes haber escuchado su verdadera dimensión mostrativa. En ello estoy. Callo, minimizo mi procesador de textos y me dispongo a descender los peldaños del motivo y variación sobre el fortuito encuentro con la bestia negra del católiconacionalsocialismo austriaco.
Tras un descenso un tanto precipitado, preludio suicida al que ha seguido una inmóvil y no-mística ascensión, regreso a las alturas de mi procesador de textos y me pregunto si resulta lícito hablar de aquello que ya habla y calla por sí mismo. En todo caso, diré que durante mi expedición me he preguntado si todo intento creativo (abocado irremediablemente al fracaso, como piensa Bernhard y muy probablemente Montaigne) justifica el sacrificio de una vida en estado puro, una vida sin una lógica que haga del trueno un silogismo, sin una música que desafíe el zumbido de una mosca, sin unos artilugios que traten de atrapar lo que ya dejó de ser, ofreciéndonos como triste trofeo un espejismo cuya contemplación nos arrebata la oportunidad de un nuevo instante de pureza, de rayos de luz y baile de polvo, de ausencia de mugre y de peste, de griterío de chusma de escuela secundaria ante las personalidades extraordinarias que adora. ¿Merece la pena renunciar a esa vida sin tiempo ni memoria y decantarse por las grietas y supresiones que dividen el mundo, aunque a través de ellas se haga difícil escuchar, sin que se desmorone como si fuera un montón de piedras, la voz ubicua de Julio Cortázar diciendo: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca”? No sé. ¿Acaso lo saben Ele y Ejo? ¿Y Hamm y Clov? Qué saben del mundo esas cuatro maneras de sentir y razonar que no supieran Bouvard y Pécuchet. La siempre irreductible realidad es una palabra hueca que torpemente define una exégesis neuronal a la cual no nos queda otro remedio que agarrarnos si no deseamos que nuestra propia nada nos precipite a la nada de los otros, al infierno sartriano, al infierno urbano de Ejo, al infierno inacabado que las lumbreras del fascismo refinan de noche y maquillan de día.