¿Visitar el pasado? ¿Escuchar las voces cautivas en el espacio insano de las adelfas? ¿Restaurar el paraíso que los otoños quebrantaron? ¿Regresar a los jardines donde el lirio proclamaba un principio inmutable? ¿Qué diablos pretendes lograr con esta chaladura? ¿Profanar el santuario de un enigma? ¿Construir un puente entre las orillas del olvido? ¿Repintar los estíos lejanos con los colores de aquella noche feliz, de aquella noche feraz? ¿La noche en que un meteorito impactó contra una piedra de chispa que yo acababa de acariciar? ¿La noche en que un viento gelatinoso nos ungió con su trasluz? ¿La noche en que me contaste lo que a tu ojo le ocurría cuando se refugiaba en los latidos de una magnolia y miraba su no-mirar? ¿La noche en que me confesaste que el mundo que a tus sentidos se ofrecía no podía evocarse con el lenguaje poético sin que tus versos quedaran exentos de dejar un resabio deudor de la poesía surgida en el período de l’entre deux guerres o de la que se compuso mientras ambos conflictos incendiaban el mundo, pero también de la que años antes había iluminado algunas mentes con flores infernales o de la que décadas más tarde transformaría la poesía en el principal subject of the poem? ¿Recuerdas que yo te dije que sí, que pese a ese influjo tal vez sí que llegaría el día en que tus poemas terminarían por funcionar, especialmente —añadí— si en adelante tenías la valentía de abrir las puertas de tu poética, y no sólo con el propósito de mitigar los chirridos durante el encaje en su contexto histórico, sino más bien como un modo de ventilar tus lugares poéticos, para mi gusto excesivamente dominados por el brocado que habían afiligranado el olor de las rosas marchitas, la sombra tenue de las oquedades y la aspereza de la roca marina, pero también el acre aliento de los pájaros, el inútil resplandor de los cálices y el fatalismo cursi de los atardeceres, y ya no digamos el recuerdo de las túnicas ardientes y los rituales mistéricos, las resonancias órficas y las reminiscencias transcendentalistas, la filosofía demodé que tus paseos entre ruinas y fósiles inspiraban o el llanto de los náufragos que, como tú, sólo sabían bregar en las tempestades del alma? O es que acaso has olvidado que al término de mi enumeración, tú, que en ese momento no supiste leer el trasfondo de mi comentario, me dijiste, un punto indignado y sin dejar de observar cómo tu doble desnudez se deformaba en el mundo convexo de mis pupilas:
—Entonces qué quedaría de la gran poesía si puestos a quitar le quitamos también el ámbar de la flor y la flor de los recuerdos, el perfume del espliego y el tufo de la turba, la hiel y la miel que sujetan los extremos del amor o el hedor que, al disolverse en el limo, desprende la ceniza que fue cedro antes que nave.
Yo preferí no replicarte y opté por acogerme al silencio ancestral que anunciaba la charla de los cuerpos. De todos modos, si aquella noche hubiera sabido lo que ahora sé, tal vez te hubiese dicho algo así:
—Y qué, si acabas desvelando la clave de nuestro juego amoroso, el mecanismo ilógico de mis caricias o las leyes que gobiernan el susurro que al alba tus labios reptantes cincelarán en la piel cerosa de mi/tu cuerpo, de tu/mi cuerpo, ambos muertos en mi mente, ambos vivos en tu memoria.