Soy las palabras que echaron flor en una sombra,
voces que en otro aire vibran,
un aire sin moléculas ni vórtices de polvo,
aire incontenible en saco mítico,
incontinente a veces y otras cruel ausente.
Cabe en la mente el todo y la nada,
lugar en los espejos, resplandor en las minas,
yo muerto y mi abuelo vivo,
estar donde nunca estaré, amar el mármol
que el escultor labró en un sueño, beber la música,
la poesía fluyente, el canto del mirlo,
ver el sabor de un higo, de la vulva
que olí en aquel chamizo en ruinas.
No, no escuchamos
las oropéndolas ni los pasos del amo del lugar.
Tú me dijiste que no y yo que sí,
que celebrar la vida redimía ese nido
atestado de guano y cagarrutas.
Con mi lengua borré tu miedo y la doctrina.
Con mis dedos planté en tu sexo un nuevo dios.
Oigo tu voz, que ahora es mía y la mía.
Percibo los pinos, su aliento verde, el viento.
Todos a una conspirando para techar nuestros abrazos,
liberados de la cochambre de ese acto primero,
abrazos a cielo abierto sobre lechos de esparto,
de tomillo y romero, completamente
ajenos a las hormigas, a las culebras,
a las arañas que corretean por tu espalda.
El mar lejano nos miraba, azulando tus ojos,
tu pelo negro, tu piel manchada de turba,
de resina, de cereza, de uva silvestre;
uva silvestre, cereza y resina
que un siglo atrás, diez largos años,
enjoyaban mis ojos de niño arcádico,
de crío que ignoraba que la expulsión
era inminente. Salí de allí desnudo.
Mi único equipaje fue un fardillo
lleno de aroma de pino. Hoy ese bálsamo
horada túneles en la niebla que parasita
mi escenario privado, recobrando alegrías
y paraísos muertos, car les vrais
paradis sont les paradis
qu’on a perdus.
Perdí las aulas francas
y me encerraron en las de Franco.
La libertad del lycée era onerosa.
Para lo que promete, mejor que aprenda en una escuela
donde el odio al saber con sangre entra.
¿Debo agradecer ese infierno superpoblado
de canallas y pederastas, agradecer
mi aversión al invierno,
a los pupitres y las pizarras?
No leí nada serio hasta los veinte.
Versos y prosas demolieron mi estatua hueca
y liberaron al genio que esto escribe.
¿Qué habría escrito sin dolor?
El que sufre mira hacia dentro.
En esas tinieblas descubre la mejor pizarra,
confirma que es en esa antirrealidad
donde la realidad desnuda su apariencia.
Lo atestiguan algunos versos míos
que no son crónica y sí joyas mentales no pensadas,
donadas por alguien que está en mí, que piensa en mí,
que es y no es yo, un yo que estaba antes que yo,
que estaba antes de estar, antes incluso
que el verbo estar tuviera ser.
Cuando escribo estoy
en mí, en Ti, en Él, en Ella.
Hay otra además de Ella. Hoy
se está muriendo en la misma alcoba
donde Ella falleció, ocupando
el mismo hueco que su cuerpo excavó
en el bloque de aire encerrado
entre cuatro paredes azul cielo.
Ella, la muerta, leyó mis primicias.
La otra, la moribunda, nunca estuvo por la labor.
Lo suyo era el teatro y no la exploración
de las simas del alma. Aun así, yo le debo
que Eugène Ionesco y su cantante calva
entraran en mí a los diez años,
así como Plauto y su olla
y El Greco y su gran anunciación.
Su padre, Él,
huyó de Dios y se entregó al culto del arte antiguo.
Rodeado de los santos y ángeles
de su colección de antipendios y tablas medievales,
leía a Epicteto, a Suetonio, a Luciano de Samosata.
De Él aprendí a mirar con arrobo las nubes coloreadas,
a pintar una rosa, la rosa que no está en la flor,
a escuchar la música a oscuras,
a percibir luz en el silencio y silencio
en los chirridos de un pinar.
Fue otro maestro el mar.
Lo admiro entre los pinos y en los teatros de Almería.
No comprendo su lengua,
pero me agrada escuchar su voz calma, sus rugidos,
sus canciones de guerra, sus arengas,
sus silencios al alba, que yo ensucio con mis pasos
sobre una arena salpicada de huellas y medusas.
Me enseñó a respirar cuando me vencía el ahogo,
me enseñó a ritmar los poemas,
a plantear cada verso como una ola,
como un latido.
¿Debe ser cada poema un mar
que se abalanza sobre nosotros y derriba
las escolleras de nuestros íntimos océanos?
¿Un lugar tortuoso, una jungla, un desierto,
lluvia acostada, un campo arado?
Yo, el poema, este poema, digo de mí
lo que cada uno de mis versos dicen de sí,
digo que cada verso es nada y circunstancia,
universo y ojos cegados,
relámpago y atávico pavor,
música y ruido y silencio de pájaro,
rama espinosa y mano amiga,
estética sabrosa y ética doliente,
centro del centro y laberinto sin centro.
Yo, el poeta, digo de él, del poema,
que su llamada nace en la llama de la fosa,
que su descenso se detiene en lo más alto,
que el aire que exhala se aspira en sus silencios,
que sus palabras germinan en la sombra,
que cada verso es camisa de culebra,
resina que otros comerán cual fruto raro,
montón de tierra al que la hormiga ha dado forma,
oro y escoria, hez y gema compartiendo dignidad,
puñetazo y caricia, enigma y río.
Te reíste
mientras chapoteabas desnuda
en una poza del Matarraña.
Tras semanas de llantos y sollozos,
el muro se arruinaba y con él nuestra piel
de agravios y reproches. Me desnudé
y mastiqué tu risa lúbrica, y la tierra y la hojarasca
mezcladas con tu flujo. Escuchamos reír al río.
Nos reímos del mundo y de sus dioses.
Reímos, reímos mientras los buitres
sobrevolaban nuestros cuerpos constreñidos,
mientras el dique se derrumbaba y el estruendo
los ahuyentaba de aquel edén bien merecido.
Reímos, reímos, y ahora esas risas son risas fósiles,
ecos amigos para otros amantes
que ahora están donde tú y yo estuvimos,
riendo, riendo al escucharlas,
sin pensar ni pensarlas,
siendo, siendo más flor y menos sombra
9 - 19 de septiembre de 2016