Insomne y libre de mi obligada pesadilla,
helado, desnudo y descalzo,
sin un jardín donde cultivar mis delirios,
sin un mar donde llamar a mis mares,
me resigno a ser sombra y a perderme en sus mundos,
a ser un bulto sin mayor nobleza
que una mesilla, un sillón o una silla.
Deambulo por la casa y sus fantasmas
como un mendigo sin perro ni morral.
Todo está muerto: el color de los cuadros,
las bellas cicatrices de la virgen románica,
la tinta de tantos dibujos,
tan negra como el papel blanco
que lamenta la ausencia de luz
en las manchas, trazos y tramas.
Ni el espejo me reconoce,
con toda esa hojarasca de cripta
emperifollando mi cuerpo.
Tentando las paredes sin que una sola luciérnaga
me salga al paso —o se haga a sí misma
entre los rotos de mi estela—,
mis dedos de invidente ocasional
perciben asombrados el envés
de los pigmentos de la cueva,
la finura del frío de los pomos,
la textura del aire a medianoche.
En cada alcoba que visito escucho el viento
importunando el hedor de los sueños,
siento el pinchazo del silencio
pudriéndose bajo el cadáver del brillo,
veo una nube de cenizas insinuada en las tinieblas,
percibo el canto malbello de las rosas negras,
el rizoma de su perfume asaltando mi oscuro
castillo de impureza.
Arrastrando mi carne y mis latidos,
regreso a mi balsa de sueño.
De nuevo navego en pesadillas recurrentes
y naufrago de nuevo en sus océanos.
Bajo esos mares mi sombra se destila en luz abisal,
en esplendor de sala de espejos y quimeras,
en fulgor que redime la culpa y la congoja,
mas yo renunciaría encantado a ese viaje
por un poco de sur, aun sin su sol y su sal.
Barcelona, 14-15 de noviembre de 2017