Hay sueños que desbrozan caminos exóticos,
caminos que la vigilia empaña,
caminos cuyos horizontes
muestran la faz infinita del mundo.
En verdad que son sendas que obsequian enseñanzas
dignas del mármol y el festón.
Mas si lo que deseamos es escuchar las lecciones
del maestro que sabe,
podemos ahorrarnos el viaje onírico,
pues el maestro de maestros
es siempre el moribundo
que antes de partir abre los ojos y nos dice:
–Llora por ti.
A mí me lo dijeron dos pintores
y un frescales muy salado.
¡Y yo nada podía hacer!
Sólo callar y escuchar los cánticos sordos
que amortajaban la luz abatida de sus ojos.
El frescales vino al mundo en plena guerra,
y los pintores percibieron el hedor de la derrota.
Jamás llevarán el laurel de la posteridad.
Y cuando en sueños me visitan, parecen tan vivos.
Nuestro cerebro es cárcel y espacio abierto,
obrador y escenario, dos mundos en uno.
De día observamos y de noche tejemos y destejemos.
Sólo la muerte acaba con los muertos.
¿Quién puede resucitar al bisabuelo de mi bisabuelo?
De hacerlo yo (el yo que en sueños teje y desteje),
tal vez armaría un engendro que tendría labios de mono,
ojos de gallina, nariz de cerdo, dientes de lobo…
¿O es que acaso tenían nombre los hombres
que Giuseppe Arcimboldo vio en sus sueños?
Mi obrador onírico rebosa de objetos
sobre los que ha planeado el olor de la muerte,
restos de mil naufragios
que me vinculan a una época en que el mundo
era bello y cruel y hostil.
En el bosque cabía todo el fuego.
Era agradable recorrerlo de noche y espigar
carboncillos y pedernales.
¿Por qué la muerte nos alimenta y nos calienta?
Este poema no dejará de latir mientras el aliento
de mis ancestros empañe los espejos.
Pintar un dragón requiere sangre,
memoria de fuentes de bosque oscuro.
En mi taller poético hay objetos, sueños y recuerdos,
pero también versos valiosos hurtados en libros muertos
que yo incrusto, cual signos fósiles, en mi sedimento.
No quiero ocultar que he bebido en muchas fuentes.
Al fin y al cabo el viento del tiempo transparenta
las máscaras y deshilacha los disfraces.
Soy viejo y todavía preciso maestros,
y espejos que no falseen el pensamiento,
y campos de trigo y cementerios frente al mar.
La poesía de los que viajan con una venda en los ojos
nunca me ha hecho reír ni llorar.
Contrariamente, siempre me ha animado
la voz momificada de los poetas
que han visitado los desiertos;
calla si escribo y me habla cuando podo
las zarzas que ahogan una estrofa.
Todo lo que es superfluo, dijo Horacio,
se desborda de la memoria
como el agua de un vaso rebosante.
Es sabido que la quinta esencia permanece,
pero también que sus efectos
nos precipitan a un séptimo día
donde el gozo es efímero
y permanentes la pesadumbre y el hartazgo.
¿En verdad hacen falta nueve años de reclusión
antes de someter a juicio a un hijo de barro?
Y si su carcelero nos recusa
y él nos niega y se empeña en reavivar
su cuerpo moribundo,
¿debemos expulsarlo del paraíso?
¿O es que acaso un hijo no debe volar y fundir
las alas propias y heredadas,
y debatirse durante la caída, y destripar el mar,
y morder el agua y las algas que lo ahogan,
y morir con su imperfección
para luego renacer libre de mal y de moral?